2009/02/17

Rosso a Zidane!


“¿Pero están seguros de que podremos trabajar al día siguiente de la final?”, había preguntado por el teléfono a Renzo, con quien debía reunirme en Milán. “No te preocupes. Este lunes trabajamos, sea cual fuere el resultado”. Era Julio del 2006 y mi itinerario inevitablemente me iba a poner en el aire mientras se jugaba la final del Mundial de Alemania, entre Francia e Italia. Había intentado postergar mi llegada al menos por un día, pero si los italianos no se tomaban el lunes 10 para celebrar, no podía hacer nada.
En Milán, una ciudad donde mi estadía sería breve camino a Moscú, descubriría que los spaghettis "a la bolognesa” no existen en Italia, que esa era una invención comercial, posiblemente de algún neoyorquino. Algo similar me pasó en Copiapó, donde una vez me sirvieron algo que dieron por llamar “huevos a la peruana” y que para mi era una ensalada rusa. Irónicamente, cuando estuve en el comedor de la compañía en Moscú y me ofrecieron un plato parecido, al preguntar su nombre, sólo me respondieron que era una “ensalada”.
Pero volvamos a esta historia, que regresó a mi mente luego de ver un documental sobre ese mundial junto a mi hijo. Justo por esos días tenía que llegar a Milán, y la mejor ruta (léase la más económica) era via Amsterdam. Como comentaba, el vuelo a Milán coincidió con la tarde de la final, con tan mala suerte (al menos así lo pensé en ese momento) que era muy probable que todo se definiera mientras estaba en el aire.
Cuando subimos al avión, y antes de despegar, el amable piloto de KLM nos anunció que Francia acababa de anotar. Quizás por respeto no quiso describir las circunstancias: una falta de Materazzi contra Malouda en el área chica, y un tiro penal ejecutado impecablemente por Zinedine Zidane. Un murmullo poco entusiasta se dejó oir por unos minutos. Luego vino el despegue, y cuando empezaba el servicio de bebidas el capitán, con un tono marcadamente distinto que delataba sus preferencias a pesar de su inevitable acento holandés, anunciaba que Italia había igualado. De pronto, el avión fue una fiesta. A diferencia del gol de Zidane, éste, anotado por Materazzi que así se reinvindicaba, había mostrado en toda su dimensión la sangre mediterránea que corría por la mayoría de los pasajeros. No en vano íbamos hacia Milán.
Todo el avión esperaba una noticia más, pero el capitán se mantuvo en silencio hasta que aterrizamos a los 30 minutos del segundo tiempo y nuestro Boeing 737 se dirigió a su posición final en el aeropuerto de Malpensa. El partido seguía 1 a 1 y el país estaba paralizado, y con él todo el personal que tenía que hacerse cargo del avión.
Nos quedamos encerrados sin poder bajar porque no conectaban la maldita manga, hasta que terminó el segundo tiempo. Si alguien venía a ver a su madre moribunda o si sufría de claustrofobia, no importaba: la Azzurra estaba jugándose la vida y en Milán el fútbol no es poca cosa.
Durante el primer suplementario recogí mi maleta y salí a buscar un taxi que me llevara al hotel, el que lamentablemente se encontraba alejado del centro, más cerca de las oficinas. Finalmente tomé a un Citroën conducido por un muchacho de unos 30 años, que escuchaba el partido en la radio del auto.
Me subí al taxi cuando estaba terminando el primer tiempo suplementario. Yo trataba de descifrar por el tono del locutor y la cara de mi chofer cómo iba el partido. Deduje que cambiaban de campo y que empezaba el segundo suplementario. De pronto, a los 3 minutos, ocurrió algo que era inexplicable para el mismo taxista. Se oían gritos de protesta en el estadio, voces de varias personas en la radio, comentando exaltados algo que no llegaba a entender. Hasta que oí una frase que marcaba el antes y el después de este encuentro: “Rosso a Zidane!
Zinedine Zidane acababa de ser expulsado. El conductor gesticulaba con excitación, tratando de hacerme entender que algo había ocurrido entre Zidane, Materazzi y la cabeza de alguien. “Testata!”, “RCursivaosso a Zidane!”, repetía incrédulo y yo comenzaba a preguntarme si era seguro estar en un auto con un chofer a quien le preocupaba más lo que ocurría en el Estadio Olímpico de Berlín que lo que veía a través del parabrisas. Ese cabezazo podía tener más de un lesionado, pensé.
Pero el partido continuó y llegó hasta la tanda de penales sin que hubiésemos llegado aún al hotel. Así que más que nunca me concentré en los gestos de este italiano que tenía los ojos totalmente abiertos mirando hacia delante, como si estuviera frente a un televisor imaginario, proyectando frente a él la narración vívida que salía de los parlantes de su Citroën francés, que para mi fortuna se desplazaba impecablemente por la autostrada, contradiciendo ese chiste de que en el cielo el cocinero es francés, el policía es inglés y el ingeniero es alemán, mientras que en el infierno el cocinero es inglés, el policía es alemán y el ingeniero es francés.
Y comenzaron los penales. Para ese momento yo me había convertido en un holograma y el taxista estaba solo, con la narración y su pantalla imaginaria. Yo intentaba descifrar el marcador en su rostro, que sólo me hacía entender que el final estaba cerca para bien o para mal.
De pronto, volvió a la tierra y sus ojos inyectados por la tensión del momento me miraron fijamente. “Posso essere l’ultimo”. Grosso iba a disparar y si anotaba era el fin de la agonía. Por un milisegundo se extendió un silencio eterno, que súbitamente se quebró cuando la radio, el estadio, él mismo, todos los tifosi del mundo lanzaron un grito: “Campioni del Mondo!”.
Llamó por su celular a alguien que podía ser su jefe, su esposa o ambas cosas. Su euforia, totalmente comprensible, lo desbordaba. Parecía un pulpo, conduciendo, sosteniendo el teléfono y moviendo las manos mientras hablaba a una velocidad ininteligible para alguien como yo con un vocabulario de italiano limitado a prego, grazie y un par de términos más, lo que no me hacía un buen contrapunto en este momento.
Congratulazioni” me animé a decirle, ayudándome con el pulgar hacia arriba, y me entendió, respondiendo con una sonrisa. Al llegar al hotel, por un momento tuve la esperanza que no me cobraría por el servicio, que yo le había traído suerte, que había sido una experiencia irrepetible, y que bien valían 80 euros. Pero me entregó el recibo. “En Lima”, pensé, “si hubiera pasado algo así, un taxista no me habría cobrado la carrera”. Pero eso es algo que jamás podré confirmar.
No había nadie en la recepción del hotel. Al igual que en Malpensa, la Azzurra era primero. Finalmente alguien se apiadó de mi, me registró y me entregó la tarjeta de mi habitación. Cuando pregunté si un taxi podía llevarme al centro de Milán, a la celebración de la victoria, me respondieron que estábamos un poco lejos, que no habían taxis de ida y menos aun de vuelta por la hora, ya avanzada la noche.
Al día siguiente supe que la fiesta había durado toda la noche, lo que se reflejaba en los rostros de mis puntuales colegas. Porque campeones y todo, el lunes se trabajó en Italia, con resacas y bostezos inconfesables, pero con la dignidad que regala el triunfo.
Han pasado casi 3 años, y todavía conservo el Corriere della Sera de ese lunes. Vuelvo a (tratar de) leer y recuerdo con nostalgia cómo viví esa final, llegando a Milán, con un taxista italiano en un auto francés, escuchando “Rosso a Zidane”.

Escrito volando a Bogotá, Febrero del 2009

2009/02/01

Desayuno a las 6 de la tarde (o Ramadán en El Cairo)

Al llegar al hotel cerca de la medianoche me ofrecieron un vaso de jugo de no sé qué, el cual acepté sin pensarlo mucho. Una hora después un conserje tocaba la puerta de mi habitación trayéndome un frasco de antiácidos con una etiqueta en árabe y en inglés. El largo camino me hizo bajar la guardia y olvidar del riesgo de beber algo preparado con agua de origen desconocido (y no se trata de agua contaminada, simplemente diferente). Estaba en El Cairo. Tenía que dictar un curso y en este setiembre de hace un par de años me habían conseguido un boleto que resultaba más barato que ir a los Estados Unidos, con lo que las objeciones sobre el costo de volar desde el Perú fueron superadas. Iba a quedarme por 5 días, llegando un sábado, con la curiosidad (al menos para mi) de tener que trabajar el domingo, ya que para los egipcios el fin de semana es viernes y sábado. Pero lo más interesante de todo es que llegaba en pleno Ramadán.
“El curso será en el mismo hotel, y ya hemos programado todo, incluyendo tu almuerzo”, me había dicho mi amigo Waseem mientras hacíamos las coordinaciones semanas atrás. Al principio no reparé en que no era “el almuerzo” sino “mi almuerzo”, pero al ir averiguando sobre el Ramadán (ignorante yo), me enteré que era el mes de ayuno musulmán, donde no se come ni se bebe nada a lo largo de todo el día. Mis colegas egipcios habían tenido pues la gentileza de programar mi almuerzo a la 1 de la tarde mientras ellos me esperaban, en ayunas, y así durante los 3 días del curso. Y valga mencionar que yo era el único que no era musulmán en todo el grupo.
“Donde fueres haz lo que vieres...mientras puedas” me dije, y le agradecí a Waseem, pero decidí que acompañaría a mis amigos en su Ramadán durante mi estadía en Egipto. Y valgan verdades que no fue fácil.
De acuerdo con el Corán, el Ramadán fue el mes en el que el Libro Sagrado fue revelado al profeta Mahoma. Es un mes de auto-control, donde se invita a la reflexión, el re-encuentro espiritual. Además, la sensación de hambre genera empatía hacia los que viven en esa condición todos los meses del año, promoviendo una actitud más piadosa en el quehacer diario. Por otro lado, en el Ramadán existen dos momentos importantes: el suhoor, que es la última comida antes de la salida del sol (a eso de las 4 de la mañana), y el iftar, tras la puesta del sol (más o menos a las 6 de la tarde). Para mi resultaba curioso concluir que para los egipcios el breakfast (es decir, el rompimiento del ayuno) era al final del día.
Pero volvamos a mi llegada a El Cairo. El hotel, un Marriott, estaba bastante alejado del centro de la ciudad, tenía su propio campo de golf y una piscina con olas, además de 4 restaurantes y un bar con música en vivo todas las noches. Huelga decir que las habitaciones tenían todas las comodidades, siguiendo los estándares de la cadena. Algo que llamó mi atención fue una calcomanía pegada en el escritorio con una flecha que indicaba la dirección a La Meca, para facilitar la orientación en el rezo de los musulmanes.
La indigestión no me dejó dormir toda la noche, y fue una manera algo accidentada de iniciar el Ramadán. Ese domingo salí temprano hacia la oficina que se encontraba al otro lado de la ciudad. Fuimos por una avenida que cruzaba el desierto, sucediéndose nuevas construcciones junto a edificaciones precarias. Algo que me hizo recordar mucho a Lima fue la manera temeraria de conducir, casi sin señalizaciones y sin límites de velocidad. Fueron varias las ocasiones en que pasé frente a accidentes donde los autos habían quedado convertidos en chatarra.
El día transcurrió entre coordinaciones en la oficina, visitas a clientes, pausas para las oraciones, y ayuno. Fue interesante recorrer El Cairo, con su tráfico desordenado, el desierto omnipresente, el majestuoso Nilo, las mezquitas con sus minaretes, la publicidad en árabe y la imagen de Hosni Mubarak con una frecuencia casi chavista.
Llegué a la puesta del sol en ayunas, lo que ayudó a que me recuperara de la indigestión. Por la noche una cena ligera regada con Sakkara, una cerveza local bastante buena, mucho mejor que la insufrible Amstel sin alcohol, que es más frecuente en las reuniones entre amigos. Y es que no es común ver a un egipcio bebiendo licor, y menos en el Ramadán.
Al día siguiente empezó el curso. Unas 20 personas me escuchaban al principio, y a media mañana ya la mitad se esforzaba inútilmente por mantener los ojos abiertos. Para mi era frustrante, pues por más esfuerzo que hacía por estimular el interés de la asistencia, los egipcios iban cayendo irremediablemente. Además, las pocas técnicas de motivación que conocía las había empleado con latinos, y me temía que pudieran terminar en un fracaso estrepitoso entre egipcios.
Hasta que llegó el coffee break, o más bien el break, porque de coffee no tuvo nada, ni de agua tampoco. El tiempo lo aprovechaban principalmente para desperezarse y revisar rápidamente para ver qué se habían perdido entre sueños. Finalmente, antes de terminar con la pausa, cada uno, por su cuenta, se quitaba los zapatos, extendía una pequeña alfombra y se arrodillaba para orar, orientándose hacia La Meca, durante unos cinco minutos.
A lo largo de aquellos 3 días de curso pude ver cómo mis amigos dedicaban las pausas para orar. Aprendí que los musulmanes practicantes (y en Egipto definitivamente lo eran) rezan 5 veces entre la salida y la puesta del sol. A propósito, por los días que estuve por El Cairo se generó una polémica sobre cuántas veces debía orar un austronauta de Malasia que daba 7 veces la vuelta a la tierra en 24 horas. La duda era que si, según el Corán, eso quería decir que tenía que pasársela orando, hasta 35 veces al día. Al final, los expertos en la ley coránica dictaminaron que rezara según la hora del lugar de donde despegó la nave.

Entendí también la dinámica diaria durante el Ramadán: a lo largo de la noche entre el iftar y el suhoor se visitaban amigos y familiares, donde se compartían pasteles muy dulces. Eran noches de poco descanso, donde el azúcar de estos pasteles servían de combustible para soportar el ayuno. El hecho es que casi no dormían, y entonces no podía tener muchas esperanzas en que fueran a estar con los cinco sentidos puestos en una charla, especialmente si no era muy divertida. Incluso muchas empresas dan la tarde libre a sus empleados durante el Ramadán porque la productividad decae y los riesgos de accidentes aumentan.
Una de esas tardes asistimos todos al iftar que había preparado el hotel. Era un buffet frente a la piscina, con una gran variedad de platos. No recuerdo el detalle, pero sí la magnificencia que me hacía preguntarme sobre el sentido del ayuno y del Ramadán. Era como cuando estamos en Semana Santa en Lima y disfrutamos de un buen cebiche y una jalea, y nos olvidamos a causa de qué estamos dejando de trabajar ese viernes.
Sobre la oración, en América Latina no es común ver que alguien detenga su trabajo para irse a rezar. Pero esta vida secular no fue siempre así. No han pasado muchos años de cuando algunas radios invitaban a la hora del Ángelus. Los procesos religiosos evolucionan de manera diferente debido a muchos factores. El mismo mundo musulmán ha experimentado un proceso heterogéneo, lo que pude confirmar meses después en Casablanca, más cerca de Europa, donde no vi a ningún marroquí detener sus labores para orar.
La vida nocturna del Cairo en Ramadán es fascinante. Waseem fue en eso un gran anfitrión: a pesar de que él vivía lejos del hotel, se dio tiempo para ir conmigo a tomar un café a las orillas del Nilo, sintiendo la brisa nocturna, rodeado de gente fumando una sisha o pipa de agua. En otra ocasión fuimos a Khan El-Khalili, una barrio ubicado en la zona antigua de la ciudad, que es un gran mercado de callejuelas estrechas, donde se consiguen especias, telas, perfumes, recuerdos, y donde te das cuenta que si crees que pedirle descuento a la verdulera del mercado del barrio es regatear, es que aún no sabes nada. También paramos en un café, el Fishawi, un local lleno de espejos, que se jacta de no haber dejado de atender nunca en sus dos siglos de existencia.
El Cairo ha sido el lugar más diferente de todo lo que he visto hasta ahora. Y es que mi contacto con el mundo musulmán no había pasado de las noticias o de esas palabras (como oj-alá) que tienen raíz árabe y que usamos sin reparar en su origen. También estuve en las pirámides, visité el Museo Egipcio y tomé el único metro de Africa, pero eso es parte de una experiencia diferente. El hecho de haber compartido días de trabajo durante el Ramadán, de haberlos visto vivir con tanta intensidad, y haberme visto involucrado en parte de esa dinámica es algo que difícilmente se repetirá. A Waseem, Mohamed, Ashraf, y todos los que trabajaron conmigo en aquel viaje (porque trabajamos, aunque no me detenga en esa parte de la historia), gracias, shokran.

2009/01/31

De cómo el Capitán Alatriste venció al Sudoku

Envidio a los viajeros que pueden sobrellevar un viaje desconectándose del mundo con un par de audífonos. Yo lo he intentado y debo confesar que poco a poco he llegado al convencimiento de que no soy un melómano. Me gusta escuchar música, es cierto, pero no tengo la pasión ni la disciplina que me estimule a coleccionar canciones de tal o cual autor o género. No sé si eso cambie con el aparato que mi hermano y su novia me regalaron en la última Navidad, pero mi historia hasta ahora ha tenido a la música algo de lado.

Tampoco he sido de los que lleva un libro y lo lee metódicamente desconectándose de turbulencias o pasajeros incómodos. Me gustaría, pero la verdad es que en los últimos años mi afición literaria se había desviado hacia revistas como Gatopardo y Etiqueta Negra. Eso no está mal, pero para vuelos de más de 3 horas resultan algo insuficientes. Y cuando no puedo seleccionar lo que deseo ver, las películas que se proyectan en los aviones son bastante mediocres.

El hecho es que me encontraba sin descubrir algo que hiciera más grato el vuelo, hasta que una tarde, volviendo de trabajar en Houston, camino al hotel, me detuve en una librería Borders. Mi intención era buscar algo interesante para mis hijos en las mesas de descuentos. Y así, entre biografías de Elvis y textos patrioteros (de esos que contribuyen a nutrir la leyenda de una América justa y justiciera) encontré un libro sobre gatos y otro sobre dinosaurios, que no sumaban entre los dos más de 6 dólares. Me parecieron perfectos: además del precio, estaban llenos de ilustraciones y ocupaban poco espacio. Al dirigirme hacia la caja me vino un remordimiento medio ridículo y me sentí corto de pagar esa cantidad con tarjeta de crédito ya que no portaba efectivo, así que volví a buscar algo que me hiciera llegar hasta los 10 dólares.

De pronto, mi vista posó en un libro con 200 sudokus. Era una edición del New York Post, en papel corriente. El autor era un tal Wayne Gould, clasificado como “Gran Maestro de Sudoku”, que a mi me sonaba como una especie de cinturón negro. En fin, tomé el libro, pagué y volví al hotel.

En mi viaje de vuelta a Lima comencé con el bendito libro. Al principio fue frustrante llenar todos los casilleros con opciones posibles, escribir alrededor del cuadro buscando alguna luz que me permitiera avanzar. Cada sudoku tenía 81 casilleros y normalmente se empezaba con 24 con sus números definitivos. En las 5 horas del vuelo pude hacer sólo 4.

Con el correr de los viajes el Sudoku me había ganado y las horas entre aeropuertos, aviones y hoteles se me iban en llenar esos casilleros mágicos, encontrando nuevas estrategias que iba refinando poco a poco. En los aviones no conversaba con nadie, comía rápidamente lo que me servían y me sumergía en este vicio. Dejé de comprar revistas, y sólo me dedicaba a resolver sudokus. De pronto, todo se agravó cuando estando en Bogotá me obsequiaron un Lamy que era a su vez bolígrafo y portaminas: perfecto para el Sudoku.

Mi primer contacto con los Lamy había sido en la época que tuve a Zurdomanía. Las puntas de las plumas fuente eran intercambiables, y tenían una versión para zurdos, con un ángulo que permitía escribir sin rasgar el papel, algo común cuando se escribe con una pluma convencional empleando la mano izquierda. Lamy es una marca que aún no estaba presente en el Perú, y mi fuente de suministro era Bogotá. Años después, de manera fortuita tenía nuevamente un Lamy en mis manos. El diseño era sobrio: esbelto, color acero, con un mecanismo que al girarse en un sentido mostraba la punta del bolígrafo y la mina con el giro opuesto. Era la herramienta perfecta.

Con mi nuevo Lamy me acostumbré a seleccionar un casillero que tuviera sólo dos opciones, escribiendo una de ellas con lápiz y comenzando a resolver asumiéndola como correcta. Muchas veces me encontraba ante una única solución imposible, lo que me indicaba que la opción escogida había sido la equivocada. Entonces borraba todo lo marcado con el lápiz y escribía la alternativa correcta, esta vez con tinta, y seguía resolviendo el acertijo, repitiendo este proceso cada vez que me encontraba sin poder avanzar. Así fui ganando rapidez y pude resolver sudokus en menos de 30 minutos, lo que era un récord personal.

Pero el Sudoku, que hasta ese momento había estado restringido para los viajes, apareció en mi mesa de noche, y de un momento a otro me encontré jugando con estos números antes de irme a dormir. Era inevitable que esta fuera una causa de conflicto: los viajes me tenían lejos de casa y ahora algo que era inherente a ellos ocupaba mi tiempo en el hogar. Se trataba de una invasión: había cruzado una frontera inaceptable.

Vinieron las discusiones, donde yo defendía mi derecho a la libertad con el argumento de que si estuviera leyendo una novela no habría ningún drama...pero NO estaba leyendo una novela. Sin darme cuenta, todo mi tiempo libre lo dedicaba a estos casilleros diabólicos a los que me había entregado como a un vicio.

Y un día, algo pasó. Fue en Buenos Aires, yo había regresado de una reunión de trabajo y me encontraba a las 8 de la noche por la calle Florida. Era setiembre, la primavera había comenzado a suavizar el clima y resultaba agradable estar afuera, caminando entre la gente, esquivando ofrecimientos de chaquetas de cuero, buscando algo que llevar de recuerdo a casa. Así llegué a la librería el Ateneo y se me ocurrió buscar algún libro de historietas para mi hijo, pensando en algo como El Eternauta o el Corto Maltés (inconscientemente lo que buscaba era algo para mi). Tuve la súbita impresión de que una buena historieta podía ser una entrada sugestiva hacia la literatura.

Comencé a buscar entre libros de Quino, Maitena y Fontanarrosa. En verdad, habían varios que estaba muy tentado de comprar, pero aún no encontraba uno que encajara en las expectativas que tenía, pensando en Francisco. Seguía hurgando entre ediciones de diverso tamaño y color, perdiendo poco a poco la esperanza de hallar algo con lo que me sintiera satisfecho, hasta que di con El Capitán Alatriste.

Era el libro de Arturo Pérez-Reverte en viñetas, con ilustraciones de Joan Mundet. Lo revisé rápidamente y tuve la certeza que no podía ser más perfecta la elección. Hasta ese momento yo no había leído un solo libro de Pérez-Reverte (como mencioné arriba hacía buen tiempo que me había alejado de la literatura), pero sabía que era un buen escritor, y éste se me antojó como una invitación perfecta, no sólo para mi hijo Francisco sino también para mi.

Lo leí en el avión y al llegar a Lima fue Francisco quien lo devoró. A los pocos días decidí comprar la versión original, que ahora es su libro de cabecera. De esto han pasado algunas semanas, y ya estoy leyendo Corsarios de Levante, que es el sexto libro de la saga. Huelga decir que desde entonces no he vuelto a resolver un sudoku, ahora tengo un libro tanto en mi mesa de noche como en mi maletín de viaje, y la armonía volvió a la casa.

Bastó una estocada del Capitán Alatriste. Y seguramente volveré a referirme a él.

2009/01/18

Diez Horas en París

Este texto lo redacté para participar de un concurso de cuentos auspiciado por LAN. El tema tenía que estar vinculado a un viaje. Obviamente no gané...


Llegué a Hamburgo un sábado por la tarde. El cambio de hora y el frío desaniman a salir. Mis reuniones empezaban el lunes, y tenía el domingo libre. Ya había caminado por esta ciudad, desde el provocativo barrio de Saint Pauli hasta las ruinas de la Iglesia de San Nicolás. Mis viajes son de trabajo y aquel año parecía ser el último en el que tendría que venir a Europa (ya saben, esto de que lo único constante en las empresas es el cambio...), así que decidí hacerme una concesión: en lugar de volver a caminar por Hamburgo, ese domingo iría a París.
En mi casa me miraron con desprecio, como a un niño rico que estaba decidiendo qué hacer en su fin de semana. Pero en ese momento para mi tenía todo el sentido del mundo conocer París, aunque sólo fuera por un día. Primero, iba a tener el privilegio de estar en Europa, quizás por última vez; segundo, había estudiado en un colegio donde me enseñaron el francés durante once años y jamás lo había practicado; y tercero, tenía algunas millas como viajero frecuente, por lo que ese caprichoso viaje me costaría casi nada.
Encontré un itinerario interesante: llegaba a las 8 de la mañana y retornaba a Hamburgo a las 6 de la tarde. Sabía que diez horas no eran suficientes para conocer bien una ciudad, pero algo me empujaba a hacer esta locura.
Y eso hice. Dejé mis maletas en un hotel en Hamburgo y me embarqué en mi pequeña aventura, solo y con una mochila vacía. Más que entusiasmo por conocer París, lo que tenía era curiosidad. Gracias a mi trabajo había tenido el privilegio de conocer muchos lugares, de impresionarme muchas veces (la visión súbita de Machu Picchu, la emoción del teatro en Broadway, el vuelo de dos tucanes en mi camino a un campamento petrolero en la selva del Perú, lo infinito de las luces de Ciudad de México al aterrizar por la noche...) y pensaba soberbiamente que seguramente París sería una ciudad interesante, sólo interesante.
Tomé un bus desde el aeropuerto y cuando llegué a la Plaza de la Estrella, me di cuenta de que a pesar de los años estudiando con profesores franceses nunca me había detenido a pensar en la razón del Arco del Triunfo, mostrando la síntesis del momento más glorioso de la historia militar de Francia.
Mi visita empezaba bien. El clima era frío pero aceptable. Proseguí mi camino por la avenida de los Campos Elíseos, deteniéndome al ver algún lugar particularmente interesante. De pronto, a mi derecha, apareció el Atelier Renault.
Pongamos en contexto. Era el año en que Alonso fue campeón de la Fórmula 1 con Renault. Los domingos mi hijo Francisco me despertaba cuando habían carreras, y las veíamos completas. Desde pequeño había aprendido a identificar las escuderías, y ver estas carreras era uno de nuestros pasatiempos exclusivos. Desde este lugar le envié una postal, con una imagen del auto de Alonso, prometiéndole que algún día volvería con él.
Luego pasé por la Plaza de la Concordia, los Jardines de las Tullerías, y llegué al Museo del Louvre, sorprendido por la arquitectura que me rodeaba. Ya habían transcurrido tres horas y calculaba que no podía quedarme más de dos, para tener tiempo de ir a Notre Dame y subir a la Torre Eiffel. Pero el Louvre no es para dos horas, ni para dos días. Era una mezquindad impuesta por las circunstancias.
Ubiqué mis íconos personales en un plano y fui tras ellos, apurado como si fueran a demoler el lugar. Empecé por la Gioconda y no resistí la tentación de llamar a mi casa desde el celular, sólo para decirle a mi esposa que estaba frente a la Monalisa. No reparé en que eran las 6 de la mañana en Lima, que le acababa de cortar el sueño y que no era muy prudente llamarla para hablarle de otra mujer.
Seguí tras mi, digamos, antología personal, hasta llegar, tres horas después, a mi última parada: la Venus de Milo. Ahí tuve dos inquietudes. La primera, compartida por muchos, se refiere a la posición de los brazos. La segunda, más personal, menos artística: ¿cómo se veía desde atrás? ¿Cómo eran el trasero de la Venus de Milo, a quien hasta ese momento sólo conocía de frente? No pude dejar de plasmar esa curiosidad en una fotografía que aún conservo, pero que me han vetado a exponer en casa.
Salí del Louvre y el tiempo se me escapaba. Me dirigí hacia Notre Dame cruzando el Sena sobre el Puente de las Artes. Quería conocer esta iglesia desde dentro, quitarme la imagen de los dibujos animados, del Cuasimodo para niños. Y no encontré mejor forma que llevándome un programa de la misa de ese día, impreso en cuatro idiomas. Me resisto a ser un turista en una iglesia, me gusta sentir que de alguna manera pertenezco a este lugar, y ese programa me ayudó a salir con esa impresión.
Para ir a la Torre Eiffel, tomé el legendario Metro, tema clásico de las clases de francés. Al llegar a la torre, me di cuenta que la cantidad de turistas hacía imposible subir y volver a tiempo al aeropuerto. No me quedó más que resignarme a tomar y tomarme algunas fotos (con el recelo latino de que alguien me ayude y luego huya con mi cámara), y prometerme que algún día volvería. Pero ahí estaba, mirando finalmente el emblema de París desde un ángulo personal.
Tenía que dejar París. Pero la intensidad del día, el haber puesto etiquetas mías a lugares que había visto tantas veces sólo en figuras habían cambiado para siempre mi visión de esta ciudad. Era también el que esta no es una ciudad como las otras, por su armonía arquitectónica y por la riqueza cultural que conserva en sus museos. Regresaba a Hamburgo con los pies hinchados, agotado, pero satisfecho de esta pequeña aventura.

Breve Crónica de Belo Horizonte (o Cómo conocí al Padre Eustaquio)




La tumba de Eustaquio no es muy diferente a la de muchos: una lápida de mármol negro con una inscripción más bien descriptiva: “Aquí yacen los restos mortales del Rvdo. Padre Eustaquio SS. CC.”. Más abajo, a la izquierda, el perfil de un cáliz y dos fechas que nos recuerdan que nació el 3 de Noviembre de 1890 y que falleció el 30 de Agosto de 1943. Una cruz de bronce en el lado inferior derecho termina por adornar la piedra. Pero hay más: la cruz delimita en cuatro un mosaico fotográfico improvisado, donde se ven niños, parejas, familias. Algunas son fotos carné, otras parecen haber sido tomadas especialmente para ser colocadas en este lugar.
“Son personas que están pidiendo que Eustaquio interceda en sus curaciones”, me comenta una señora que amablemente me abrió la reja de la tumba y que se encarga de mantener el lugar en orden. “Otras son en agradecimiento por haberse sanado. Yo conozco a algunas. Ella, por ejemplo, tuvo cáncer y ya está curada. Ahora vive en los Estados Unidos”. La foto que me acerca es la de una muchacha de unos 30 años, con ropa de invierno, con aparentemente 5 meses de embarazo, delante de un frío paisaje que contrasta con el calor de Belo Horizonte en Mayo.
Estoy en la Iglesia del Padre Eustaquio, en la Rua Padre Eustaquio, en el Barrio Padre Eustaquio. Mi presencia en este lugar es el penúltimo de una serie de puntos de una línea que, como muchas, van trazándose sin que nos demos cuenta, pero que al final tienen una lógica pasmosa. Esta es la historia de cómo conocí, al menos mínimamente, a Eustaquio van Lieshout.

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Entre los varios lugares que por trabajo tuve que visitar durante el 2006, el Brasil fue un destino habitual. En particular, estuve colaborando en un proyecto en una mina de hierro a 45 minutos de Belo Horizonte, perteneciente al grupo Vale do Rio Doce. Era fines de abril y ya estaba programando un viaje para los días siguientes. Un sábado, estaba caminando por los pasillos del colegio de la Recoleta en Lima, luego de terminar una actividad deportiva con Miriam y los chicos, cuando me llamó la atención un afiche que sobre el fondo de la clásica silueta de Rio de Janeiro preguntaba “¿Sabes quién fue el Padre Eustaquio?”.
Mi primera sospecha fue que seguramente se trataba de algún sacerdote de la congregación de los Sagrados Corazones cuya vida desconocía, al igual que jamás supe del Padre Damián durante los 11 años que estudié en este colegio. Esta vocación de la Congregación por la discreción aún me resulta incomprensible (alguna lógica que desconozco debe tener) y justamente para no repetir la historia me acerqué al Padre José Serrand y le trasladé la pregunta: “¿Quién fue Eustaquio?”. José nos invitó a su oficina, nos convidó unos chocolates y nos describió a un holandés que ejerció gran parte de su sacerdocio en Brasil, que había tenido el don de la sanación, y que pronto sería beatificado en Belo Horizonte.
La frecuencia de mis viajes me ha llevado a aprovechar el tiempo más allá de lo laboral. La visita a una salmonera cerca de Puerto Montt dio forma a mi tesis de maestría y en Londres conocí la primera tienda para zurdos, que fue el germen de una iniciativa que dimos forma con unos amigos en Lima. En Buenos Aires tuve la fortuna de conocer, en un mismo día, a Tomás Eloy Martínez, Laura Esquivel y Jaime Bayly. No era extraño, pues, que al enterarme de que un sacerdote Sagrados Corazones era tan venerado en una ciudad por la que yo pasaría, me dijera a mi mismo que, si el tiempo me lo permitía, me daría una vuelta por la iglesia del Padre Eustaquio al terminar mi trabajo en la mina.
Sin embargo, para llegar a Belo Horizonte tenía que pasar por Sao Paulo, y no sabía lo que allí me esperaba.

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Son las siete de la noche del 15 de Mayo y mi taxi está estancado en la peor congestión en la historia de la ciudad de Sao Paulo. Es el Lunes Negro, y el pánico ha tomado por completo a la mayor urbe de Brasil. A mi derecha, una muchacha mira desesperadamente a su celular, como si le rezara. Ya es de noche, su auto no avanza, las líneas telefónicas han colapsado y no tiene cómo avisar que ella, a pesar de todo, está mejor que el centenar de muertos de ese día y que no se había cruzado con uno de los tantos buses quemados.
La semana se había vuelto inesperadamente turbia. La facción criminal Primer Comando de la Capital (PCC) se había amotinado en varias cárceles del estado de Sao Paulo, lo que estaba siendo dirigido desde prisión, por su líder, Marcos Camacho, conocido como Marcola. La policía trataba de controlar infructuosamente la violencia, el gobierno federal del presidente Lula ofrecía el apoyo del ejército, pero Claudio Lembo, gobernador del estado, se negaba a aceptarlo.
Yo había llegado esa mañana a Sao Paulo. El aeropuerto de Guarulhos y sus alrededores estaban tranquilos como siempre. Fue recién en el taxi que me llevó al hotel en la zona de Ibirapuera que escuché por primera vez lo que se estaba cocinando, pero el mismo conductor le dio poca importancia, quizás acostumbrado ya a la alta criminalidad de la ciudad. En el hotel tampoco me dieron ninguna recomendación en especial, así que al mediodía salí para una reunión de trabajo en Baruerí, a 30 minutos de distancia.
Fue en el momento del almuerzo que la gente comenzó a tomar conciencia de la envergadura del problema. Mientras almorzábamos cerca de la oficina, se veían imágenes de vehículos incendiados, y se comentaba de cárceles que habían tomado rehenes. Todos empezaban a entender que esto no era más de los mismo.
A las 4 de la tarde, como si la ciudad se hubiera puesto de acuerdo, todos decidieron volver a la seguridad de sus casas, y ahí empezó el caos. Las tiendas cerraron, los taxis eran insuficientes o simplemente se negaban a ir por zonas donde podían encontrarse con focos de violencia. En la oficina un amigo me sugirió que me quedara a dormir en un hotel que había cruzando la calle. Por un momento lo pensé, pero tenía todas mis cosas ya en otro hotel, y al día siguiente tenía un vuelo desde el aeropuerto de Congonhas, a sólo 10 minutos de Ibirapuera, a Ribeirão Preto, una ciudad del interior del estado, donde se desarrollaba una feria agrícola. Además, Mosart (sí, con s), un amigo con el que había estado trabajando, tenía que retornar a Rio de Janeiro esa misma noche y tenía esperanza de alcanzar el avión. Así que decidimos buscar un taxi juntos, de modo que me dejara primero en el hotel y que luego siguiera camino a Congonhas.
Luego de dos horas, cuando finalmente estábamos sentados en un auto, lo tuvimos que compartir con una muchacha que había llegado antes que nosotros. Ella había aceptado que subiéramos, con la condición de que la dejaran primero. No tuvimos más remedio que aceptar. El tiempo pasaba y la desesperanza se dibujaba en el rostro de Mosart que veía alejarse la posibilidad de llegar a tiempo al aeropuerto. Pasamos por unos barrios desordenados, donde la pobreza era evidente, muy parecidos a los que había visto por televisión con los buses en llamas. En el camino nos enteramos de que el aeropuerto de Congonhas había cerrado por una amenaza de bomba. Mosart no tuvo opción: tenía que pasar la noche en Sao Paulo.
Cuatro horas después de haber salido de la oficina de Baruerí, llegábamos finalmente al hotel, a salvo, habiendo sido testigos y copartícipes del caos y la desesperación de una ciudad entera. Y pensar que todo había empezado con un pedido por tener más televisores en las cárceles para ver el mundial de fútbol, que luego se había transformado en una serie de exigencias inaceptables y que había demostrado el nivel de organización de un grupo criminal que incluso tiene la capacidad de financiar los estudios universitarios de sus futuros abogados.
En el bar del hotel nos repusimos con varias rondas de Skol. Al día siguiente Mosart podría volver a Rio, y yo saldría rumbo a Ribeirão Preto.

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El martes los aeropuertos funcionaban normalmente y yo pude hacer la visita que tenía planificada al Agrishow que se desarrollaba en Ribeirão Preto. Esa misma noche, estaba de vuelta en un Sao Paulo que no hablaba de otra cosa que del motín de Marcola, pero que iba recuperando su ritmo. El miércoles, finalmente, tomaba un avión a Belo Horizonte.
Belo Horizonte es la orgullosa capital del estado de Minas Gerais. El natural de esta región, el mineiro, suele decir que mientras el carioca (el habitante de Rio de Janeiro) se dedica a divertirse y el paulista a jugar a ser el ejecutivo, es él el que realmente trabaja. No hay duda de que esa visión de las cosas encierra muchas distorsiones, pero es innegable que la personalidad de Belo Horizonte es diferente.
El plan original era aterrizar e inmediatamente ir hacia la mina. Sin embargo, el cliente pidió que postergáramos la visita hasta el día siguiente. Esto me dio la oportunidad para dedicar parte de la tarde en visitar a Eustaquio.
Salí a la calle y tomé el primer taxi que apareció. Tímidamente pregunté al conductor si conocía al Padre Eustaquio. “Por supuesto” fue su respuesta. Quince minutos después llegaba a un barrio sencillo de calles estrechas, cuyo epicentro era una iglesia de techos inclinados y una torre a su izquierda que me recordaba a las que uno ve en los aeropuertos. Había llegado finalmente a la Parroquia de los Sagrados Corazones, más conocida como la Iglesia del Padre Eustaquio.
Ingresé al templo y a la mano derecha pude ver finalmente la tumba de Eustaquio, protegida por una reja, rodeada de flores. A esa hora de la tarde un par de señoras oraban frente a la lápida, mientras que al fondo, cerca al altar, cuatro señoras rezaban de rodillas.
Me acerqué a un muchacho que parecía estar vigilando que todo estuviera en orden. Le pregunté si había forma de conversar con alguno de los sacerdotes. Me respondió que no, que ellos sólo estaban disponibles por la mañana. Luego, saqué mi cámara y tomé algunas fotografías del lugar. De pronto, vi cerca de la puerta un pequeño ambiente acondicionado como tienda. Una señora de unos 50 años atendía, y cómo era de esperarse, muchos de los artículos expuestos estaban referidos a Eustaquio. Escogí algunas estampas, un libro con la biografía de Eustaquio, un par de imágenes, y cuando estaba pagando le comenté que mis hijos estudiaban en un colegio de la Congregación en Lima, del que yo mismo era ex-alumno y que no quería dejar pasar la oportunidad de conversar con algún sacerdote.
No sé si fue que se lo pedí luego de pagar, pero el hecho es que la señora tomó la iniciativa de hacer una llamada por el celular. “Padre, aquí hay un señor que ha venido de la Congregación desde Perú, y que quisiera hablar con Usted”. No era la verdad estricta, pero me pareció innecesario corregirla en ese momento. “El Padre Vicentón viene para acá”, me dijo, luego de cortar.
Mientras esperaba, me aproximé nuevamente a la tumba. Ahí fue que otra señora se me acercó y me explicó el sentido de las fotografías. Dos cosas en particular llamaron mi atención: la fotografía de una niña sonriente, con el torso desnudo, que tenía un corte que le atravesaba el plexo de extremo a extremo. Quiero pensar que esa imagen estaba allí agradeciendo una operación exitosa. Por otro lado, una decena de figuras de cera adornaban el borde de la lápida. Estas representaban cabezas, manos y pies; algunas eran blancas, otras amarillas. “La gente las deja aquí pidiendo o agradeciendo una curación en alguna parte específica del cuerpo”, fue lo que me dijo la mujer. De pronto, escuché una voz que me decía con fuerte acento español: “Así que tú vienes de Perú”.
Vicente Hernández Castelló, más conocido como el Padre Vicentón, debe medir cerca de un metro ochenta. Colorado, de cabellos canos, irradia la vitalidad de quien está metido en una actividad que lo apasiona. Le comento, por las dudas, que no soy sacerdote, le explico las circunstancias de mi visita a Belo Horizonte, y que dado que ya estaba ahí no quería dejar pasar la oportunidad de conocer la tumba de Eustaquio y, de ser posible, llevar de regreso a Lima algo que pudiera compartir con el Colegio.
“Mira, lamentablemente me agarras en un momento en el que estoy muy ocupado con esto de la beatificación, pero, a ver, conversemos un rato”. En ese momento me imaginé que quince minutos después estaría otra vez en un taxi regresando al hotel, pero la bonhomía española del Padre Vicentón pudo más, y a pesar de lo ocupado que estaba, esta visita se extendió por casi tres horas.

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Eustaquio llega al Brasil en 1925, específicamente al llamado Triángulo Minero, a una localidad llamada entonces Agua Sucia, donde la principal actividad era la búsqueda de pepitas de oro.
Ya en esa época Eustaquio estaba interesado no sólo en la salud espiritual sino en la física. José Vicente de Andrade, su principal biógrafo, refiere la vez que fue buscado para proporcionar los Santos Oleos a un hombre que había sido mordido por una serpiente, pero que al llegar a donde éste yacía, en lugar de usar agua bendita, extrajo un bisturí de su maletín, aplicó un corte en la pierna ya negra donde el enfermo había sido picado, y comenzó a succionar la sangre con el veneno. Media hora más tarde, el hombre se recuperaba y conversaba con un extenuado Eustaquio. Este tipo de intervenciones hicieron que la población de Agua Sucia hiciera todo lo posible por impedir la salida de Eustaquio cuando éste recibió en 1935 la orden de dirigirse a las afueras de Sao Paulo para hacerse cargo de la Parroquia de Nuestra Señora de Lourdes en Poá.
Es en Poá donde comienza a manifestarse con fuerza el don de la curación que tenía el Padre Eustaquio, especialmente desde 1937, lo que hacía que el lugar se volviera un punto de peregrinación, algo estimulado incluso por la prensa. Esto llevó a que sus superiores decidieran su reubicación, pues esta devoción se hacía insostenible.
En 1941 Eustaquio llega a Rio de Janeiro. En esta ciudad visita al Cardenal Sebastián Leme, quien, estando enterado de la fama que precedía al Padre Eustaquio, y de los recelos que comenzaba a crear debido al gran número de fieles que lo buscaba, recomendó que Eustaquio continuara con su ministerio, bendiciendo a los fieles que lo buscasen, pero que cuando los diarios comenzaran a publicar reportajes y el pueblo a descender de las colinas, él debería dejar el lugar inmediatamente.
El 3 de Abril de 1942 Eustaquio se traslada a Belo Horizonte para hacerse cargo de una parroquia. Viendo Eustaquio que la capilla a su cargo se encontraba alejadas del núcleo urbano más cercano, se acerca a la Prefectura Municipal de Belo Horizonte para proponer la donación de un terreno para la construcción de la futura Parroquia de los Sagrados Corazones. Quien lo recibe es Juscelino Kubitschek, entonces prefecto municipal, y quien sería más tarde presidente del país, fundador de Brasilia, y uno de los hombres más gravitantes en la configuración del Brasil moderno. Kubitschek era amigo personal de Eustaquio, y consideraba que su familia misma había recibido de él una gracia con el nacimiento de su hija Marcia, pues su esposa había intentado quedar encinta infructuosamente por mucho tiempo.
Kubitschek coordina la donación de un terreno que servía como sede del club de fútbol Tremedal. El 16 de Mayo de 1943 se coloca la primera piedra de la nueva parroquia.
Sin embargo, Eustaquio no vería culminada esta obra. Del 18 al 21 de Agosto participa de un retiro y regresa el 22 a su parroquia, mostrándose abatido y con fiebre. Cuando los médicos lo examinan diagnostican tifus exantemático, una enfermedad incurable en esa época, y que era transmitida por la garrapata.
Toda la ciudad siguió paso a paso los informes de la evolución de la agonía del Padre Eustaquio, quien se resistía a morir sin antes ver por última vez al Padre Gil van den Boorgart, con quien había llegado al Brasil por primera vez 18 años atrás. Finalmente, al verlo, dijo “Padre Gil...Gracias a Dios” y murió. Era el 30 de Agosto de 1943.
La curación que finalmente fue el milagro que catalizó el reconocimiento del Padre Eustaquio por parte del Vaticano se dio en la persona del Padre Gonzalo Belén Rocha, que en 1962 era párroco en el barrio Floresta, en Belo Horizonte. En esa época, a los 39 años de edad, se le diagnosticó un tumor cancerígeno en la laringe. Un día se despidió de dos sacerdotes compañeros suyos, ya que a la semana siguiente lo operarían y luego de eso no podría oficiar misas. Estos sacerdotes comenzaron a rezar por la intercesión del Padre Eustaquio en la curación del Padre Rocha. A la semana siguiente, cuando el Padre Rocha fue a que le hicieran los controles previos a la operación, los médicos se dieron con la sorpresa de que el tumor había desaparecido.

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A pesar de que estábamos a menos de un mes de la beatificación y que tenía la agenda sobrecargada, el Padre Vicentón seguía hablándome sobre Eustaquio. Me invitó al comedor de la parroquia, y nos tomamos un café con bizcochos, una comensalidad que sentí muy al estilo Sagrados Corazones. Luego, llamó a dos seminaristas, un chileno y un colombiano, y continuamos con una tertulia donde hablamos de la experiencia Sagrados Corazones que tenía cada uno de nosotros, sobre la presencia de la Congregación en América Latina y, por supuesto, sobre Eustaquio. De pronto, Vicentón desapareció para regresar luego con una serie de obsequios alusivos a Eustaquio: más libros y afiches, estampas, llaveros y hasta pañuelos. “Para que los compartas en Lima”, me dijo.
Vicentón describió algunos aspectos de la ceremonia de beatificación que se llevaría a cabo el 15 de Julio del 2006, y que tendría el sello superlativo de un país como Brasil: Se desarrollaría en el Estadio Mineirao, donde el Atlético Mineiro, el equipo de fútbol más popular de la ciudad, juega de local. Este recinto tiene capacidad para 100,000 espectadores y muestra la envergadura de la devoción que en esta ciudad se tiene hacia quien es considerado como el primer santo mineiro (se habla incluso de la “Torcida de Dios”). Al mismo tiempo, se esperaba una nutrida presencia de holandeses, que veían en la vida del Padre Eustaquio como un ejemplo a seguir en una Europa tan secularizada.
Ya era de noche y debía volver al hotel. La despedida fue fraterna, entre gente que tiene algo en común. Porque la vinculación con los Sagrados Corazones es algo indeleble, que trasciende el tiempo. Y esta tarde había sido inesperadamente inusual, intensa.
Al salir, la Rua Padre Eustaquio bullía de actividad. Caminé un par de cuadras y pasé frente a la Peluquería Padre Eustaquio y la Panadería Padre Eustaquio. Definitivamente este “Misionero de la Salud y la Paz, para los enfermos y pecadores”, había calado hondamente en Belo Horizonte, y yo había tenido el privilegio de conocer la historia desde un ángulo personal.



Lima, Diciembre de 2006

2008/12/20

El Artículo del Día de la Familia

La Dirección del colegio de mis hijos me encomendó, como presidente de la APAFA, el editorial del 12 de Setiembre del 2008 del Compartiendo, un semanario que se distribuye a toda la comunidad educativa los días viernes. Escribí dicho artículo, pero la Dirección del Colegio consideró el texto inapropiado, y no fue publicado.

Ya alejado del cargo, copio aquí el texto, pues sigo creyendo en lo que escribí aquella vez.

A Propósito del Día de la Familia

Para una APAFA la reflexión sobre la familia puede abordar diversos ángulos: desde la importancia de la participación de los padres en el proceso formativo de nuestros hijos, hasta la consolidación de lo que vivimos como “familia recoletana”. Sin embargo, hoy quisiera referirme a la naturaleza del colegio como una extensión del hogar, y las responsabilidades que esto conlleva para la comunidad educativa.

Cuando formamos una familia, los padres hacemos todo lo posible porque el lugar donde lo establecemos sea acogedor, que a pesar de los riesgos inevitables de una sociedad como la nuestra podamos brindar una seguridad que permita que el día y la noche de nuestros hijos transcurra sin sobresaltos. Y para que esto ocurra, la vigilancia y el acompañamiento son fundamentales.

Si partimos de la premisa de que el colegio es un segundo hogar, es de esperar que los padres confiemos en que esta extensión de la casa brinde las mismas condiciones fundamentales: acogida y seguridad. Maestros que viven su vocación como segundos padres, formando a nuestros hijos con conocimientos y valores que son (deben ser) reforzados por nosotros; y un ambiente que brinde la seguridad de que hay un seguimiento y una vigilancia que reduce los riesgos al mínimo, sabiendo además de que si se presentara un accidente desafortunado, la organización tiene procedimientos claros para reaccionar eficazmente, sin dudas ni dilaciones.

Esto es más que rejas: Se necesita la presencia evidente de la autoridad junto con un trabajo coordinado con maestros y (algo fundamental) psicólogos. Es saber que para nuestros hijos las responsabilidades son claras, que tenemos cómo anticiparnos a sus dudas y ansiedades, explicables en su desarrollo, y que encuentran canales adecuados para manifestarlas, sin perjuicio de los demás.

Se trata, pues, de un espejo de los retos que tenemos en casa: de saber qué sienten, qué piensan, que ven en la Recoleta a unos segundos padres amorosos pero firmes, y que se sienten seguros. Cuando entendamos que esto es indispensable para la excelencia formativa habremos logrado un paso fundamental. Y los padres de familia tenemos la función ineludible de caminar codo a codo con el Colegio.

Saludo

Este es mi primer intento, mi primer ensayo en la blogósfera. Cómo será este camino, cuánto durará, pues no lo sé.

Lo que sí tengo claro es que hay muchas ideas dando vueltas que requieren organización. Y es que el 2008 fue un año en el cual confluyeron muchas situaciones: Zurdomanía, la primera tienda para zurdos del Perú, tuvo su auge y también su pausa, fui presidente de la Asociación de Padres de Familia (APAFA) del colegio de mis hijos y por mi trabajo pisé 5 continentes en 6 meses.

Quizás no es un buen día para empezar un blog: estamos a 20 de Diciembre, Navidad abruma con sus convenciones y mañana mi hijo celebrará su cumpleaños 10, y yo me encargo de la parrilla.

Pero con todo, que esta sea la primera piedra, o el primer guijarro.
 
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