2009/02/17

Rosso a Zidane!


“¿Pero están seguros de que podremos trabajar al día siguiente de la final?”, había preguntado por el teléfono a Renzo, con quien debía reunirme en Milán. “No te preocupes. Este lunes trabajamos, sea cual fuere el resultado”. Era Julio del 2006 y mi itinerario inevitablemente me iba a poner en el aire mientras se jugaba la final del Mundial de Alemania, entre Francia e Italia. Había intentado postergar mi llegada al menos por un día, pero si los italianos no se tomaban el lunes 10 para celebrar, no podía hacer nada.
En Milán, una ciudad donde mi estadía sería breve camino a Moscú, descubriría que los spaghettis "a la bolognesa” no existen en Italia, que esa era una invención comercial, posiblemente de algún neoyorquino. Algo similar me pasó en Copiapó, donde una vez me sirvieron algo que dieron por llamar “huevos a la peruana” y que para mi era una ensalada rusa. Irónicamente, cuando estuve en el comedor de la compañía en Moscú y me ofrecieron un plato parecido, al preguntar su nombre, sólo me respondieron que era una “ensalada”.
Pero volvamos a esta historia, que regresó a mi mente luego de ver un documental sobre ese mundial junto a mi hijo. Justo por esos días tenía que llegar a Milán, y la mejor ruta (léase la más económica) era via Amsterdam. Como comentaba, el vuelo a Milán coincidió con la tarde de la final, con tan mala suerte (al menos así lo pensé en ese momento) que era muy probable que todo se definiera mientras estaba en el aire.
Cuando subimos al avión, y antes de despegar, el amable piloto de KLM nos anunció que Francia acababa de anotar. Quizás por respeto no quiso describir las circunstancias: una falta de Materazzi contra Malouda en el área chica, y un tiro penal ejecutado impecablemente por Zinedine Zidane. Un murmullo poco entusiasta se dejó oir por unos minutos. Luego vino el despegue, y cuando empezaba el servicio de bebidas el capitán, con un tono marcadamente distinto que delataba sus preferencias a pesar de su inevitable acento holandés, anunciaba que Italia había igualado. De pronto, el avión fue una fiesta. A diferencia del gol de Zidane, éste, anotado por Materazzi que así se reinvindicaba, había mostrado en toda su dimensión la sangre mediterránea que corría por la mayoría de los pasajeros. No en vano íbamos hacia Milán.
Todo el avión esperaba una noticia más, pero el capitán se mantuvo en silencio hasta que aterrizamos a los 30 minutos del segundo tiempo y nuestro Boeing 737 se dirigió a su posición final en el aeropuerto de Malpensa. El partido seguía 1 a 1 y el país estaba paralizado, y con él todo el personal que tenía que hacerse cargo del avión.
Nos quedamos encerrados sin poder bajar porque no conectaban la maldita manga, hasta que terminó el segundo tiempo. Si alguien venía a ver a su madre moribunda o si sufría de claustrofobia, no importaba: la Azzurra estaba jugándose la vida y en Milán el fútbol no es poca cosa.
Durante el primer suplementario recogí mi maleta y salí a buscar un taxi que me llevara al hotel, el que lamentablemente se encontraba alejado del centro, más cerca de las oficinas. Finalmente tomé a un Citroën conducido por un muchacho de unos 30 años, que escuchaba el partido en la radio del auto.
Me subí al taxi cuando estaba terminando el primer tiempo suplementario. Yo trataba de descifrar por el tono del locutor y la cara de mi chofer cómo iba el partido. Deduje que cambiaban de campo y que empezaba el segundo suplementario. De pronto, a los 3 minutos, ocurrió algo que era inexplicable para el mismo taxista. Se oían gritos de protesta en el estadio, voces de varias personas en la radio, comentando exaltados algo que no llegaba a entender. Hasta que oí una frase que marcaba el antes y el después de este encuentro: “Rosso a Zidane!
Zinedine Zidane acababa de ser expulsado. El conductor gesticulaba con excitación, tratando de hacerme entender que algo había ocurrido entre Zidane, Materazzi y la cabeza de alguien. “Testata!”, “RCursivaosso a Zidane!”, repetía incrédulo y yo comenzaba a preguntarme si era seguro estar en un auto con un chofer a quien le preocupaba más lo que ocurría en el Estadio Olímpico de Berlín que lo que veía a través del parabrisas. Ese cabezazo podía tener más de un lesionado, pensé.
Pero el partido continuó y llegó hasta la tanda de penales sin que hubiésemos llegado aún al hotel. Así que más que nunca me concentré en los gestos de este italiano que tenía los ojos totalmente abiertos mirando hacia delante, como si estuviera frente a un televisor imaginario, proyectando frente a él la narración vívida que salía de los parlantes de su Citroën francés, que para mi fortuna se desplazaba impecablemente por la autostrada, contradiciendo ese chiste de que en el cielo el cocinero es francés, el policía es inglés y el ingeniero es alemán, mientras que en el infierno el cocinero es inglés, el policía es alemán y el ingeniero es francés.
Y comenzaron los penales. Para ese momento yo me había convertido en un holograma y el taxista estaba solo, con la narración y su pantalla imaginaria. Yo intentaba descifrar el marcador en su rostro, que sólo me hacía entender que el final estaba cerca para bien o para mal.
De pronto, volvió a la tierra y sus ojos inyectados por la tensión del momento me miraron fijamente. “Posso essere l’ultimo”. Grosso iba a disparar y si anotaba era el fin de la agonía. Por un milisegundo se extendió un silencio eterno, que súbitamente se quebró cuando la radio, el estadio, él mismo, todos los tifosi del mundo lanzaron un grito: “Campioni del Mondo!”.
Llamó por su celular a alguien que podía ser su jefe, su esposa o ambas cosas. Su euforia, totalmente comprensible, lo desbordaba. Parecía un pulpo, conduciendo, sosteniendo el teléfono y moviendo las manos mientras hablaba a una velocidad ininteligible para alguien como yo con un vocabulario de italiano limitado a prego, grazie y un par de términos más, lo que no me hacía un buen contrapunto en este momento.
Congratulazioni” me animé a decirle, ayudándome con el pulgar hacia arriba, y me entendió, respondiendo con una sonrisa. Al llegar al hotel, por un momento tuve la esperanza que no me cobraría por el servicio, que yo le había traído suerte, que había sido una experiencia irrepetible, y que bien valían 80 euros. Pero me entregó el recibo. “En Lima”, pensé, “si hubiera pasado algo así, un taxista no me habría cobrado la carrera”. Pero eso es algo que jamás podré confirmar.
No había nadie en la recepción del hotel. Al igual que en Malpensa, la Azzurra era primero. Finalmente alguien se apiadó de mi, me registró y me entregó la tarjeta de mi habitación. Cuando pregunté si un taxi podía llevarme al centro de Milán, a la celebración de la victoria, me respondieron que estábamos un poco lejos, que no habían taxis de ida y menos aun de vuelta por la hora, ya avanzada la noche.
Al día siguiente supe que la fiesta había durado toda la noche, lo que se reflejaba en los rostros de mis puntuales colegas. Porque campeones y todo, el lunes se trabajó en Italia, con resacas y bostezos inconfesables, pero con la dignidad que regala el triunfo.
Han pasado casi 3 años, y todavía conservo el Corriere della Sera de ese lunes. Vuelvo a (tratar de) leer y recuerdo con nostalgia cómo viví esa final, llegando a Milán, con un taxista italiano en un auto francés, escuchando “Rosso a Zidane”.

Escrito volando a Bogotá, Febrero del 2009

2009/02/01

Desayuno a las 6 de la tarde (o Ramadán en El Cairo)

Al llegar al hotel cerca de la medianoche me ofrecieron un vaso de jugo de no sé qué, el cual acepté sin pensarlo mucho. Una hora después un conserje tocaba la puerta de mi habitación trayéndome un frasco de antiácidos con una etiqueta en árabe y en inglés. El largo camino me hizo bajar la guardia y olvidar del riesgo de beber algo preparado con agua de origen desconocido (y no se trata de agua contaminada, simplemente diferente). Estaba en El Cairo. Tenía que dictar un curso y en este setiembre de hace un par de años me habían conseguido un boleto que resultaba más barato que ir a los Estados Unidos, con lo que las objeciones sobre el costo de volar desde el Perú fueron superadas. Iba a quedarme por 5 días, llegando un sábado, con la curiosidad (al menos para mi) de tener que trabajar el domingo, ya que para los egipcios el fin de semana es viernes y sábado. Pero lo más interesante de todo es que llegaba en pleno Ramadán.
“El curso será en el mismo hotel, y ya hemos programado todo, incluyendo tu almuerzo”, me había dicho mi amigo Waseem mientras hacíamos las coordinaciones semanas atrás. Al principio no reparé en que no era “el almuerzo” sino “mi almuerzo”, pero al ir averiguando sobre el Ramadán (ignorante yo), me enteré que era el mes de ayuno musulmán, donde no se come ni se bebe nada a lo largo de todo el día. Mis colegas egipcios habían tenido pues la gentileza de programar mi almuerzo a la 1 de la tarde mientras ellos me esperaban, en ayunas, y así durante los 3 días del curso. Y valga mencionar que yo era el único que no era musulmán en todo el grupo.
“Donde fueres haz lo que vieres...mientras puedas” me dije, y le agradecí a Waseem, pero decidí que acompañaría a mis amigos en su Ramadán durante mi estadía en Egipto. Y valgan verdades que no fue fácil.
De acuerdo con el Corán, el Ramadán fue el mes en el que el Libro Sagrado fue revelado al profeta Mahoma. Es un mes de auto-control, donde se invita a la reflexión, el re-encuentro espiritual. Además, la sensación de hambre genera empatía hacia los que viven en esa condición todos los meses del año, promoviendo una actitud más piadosa en el quehacer diario. Por otro lado, en el Ramadán existen dos momentos importantes: el suhoor, que es la última comida antes de la salida del sol (a eso de las 4 de la mañana), y el iftar, tras la puesta del sol (más o menos a las 6 de la tarde). Para mi resultaba curioso concluir que para los egipcios el breakfast (es decir, el rompimiento del ayuno) era al final del día.
Pero volvamos a mi llegada a El Cairo. El hotel, un Marriott, estaba bastante alejado del centro de la ciudad, tenía su propio campo de golf y una piscina con olas, además de 4 restaurantes y un bar con música en vivo todas las noches. Huelga decir que las habitaciones tenían todas las comodidades, siguiendo los estándares de la cadena. Algo que llamó mi atención fue una calcomanía pegada en el escritorio con una flecha que indicaba la dirección a La Meca, para facilitar la orientación en el rezo de los musulmanes.
La indigestión no me dejó dormir toda la noche, y fue una manera algo accidentada de iniciar el Ramadán. Ese domingo salí temprano hacia la oficina que se encontraba al otro lado de la ciudad. Fuimos por una avenida que cruzaba el desierto, sucediéndose nuevas construcciones junto a edificaciones precarias. Algo que me hizo recordar mucho a Lima fue la manera temeraria de conducir, casi sin señalizaciones y sin límites de velocidad. Fueron varias las ocasiones en que pasé frente a accidentes donde los autos habían quedado convertidos en chatarra.
El día transcurrió entre coordinaciones en la oficina, visitas a clientes, pausas para las oraciones, y ayuno. Fue interesante recorrer El Cairo, con su tráfico desordenado, el desierto omnipresente, el majestuoso Nilo, las mezquitas con sus minaretes, la publicidad en árabe y la imagen de Hosni Mubarak con una frecuencia casi chavista.
Llegué a la puesta del sol en ayunas, lo que ayudó a que me recuperara de la indigestión. Por la noche una cena ligera regada con Sakkara, una cerveza local bastante buena, mucho mejor que la insufrible Amstel sin alcohol, que es más frecuente en las reuniones entre amigos. Y es que no es común ver a un egipcio bebiendo licor, y menos en el Ramadán.
Al día siguiente empezó el curso. Unas 20 personas me escuchaban al principio, y a media mañana ya la mitad se esforzaba inútilmente por mantener los ojos abiertos. Para mi era frustrante, pues por más esfuerzo que hacía por estimular el interés de la asistencia, los egipcios iban cayendo irremediablemente. Además, las pocas técnicas de motivación que conocía las había empleado con latinos, y me temía que pudieran terminar en un fracaso estrepitoso entre egipcios.
Hasta que llegó el coffee break, o más bien el break, porque de coffee no tuvo nada, ni de agua tampoco. El tiempo lo aprovechaban principalmente para desperezarse y revisar rápidamente para ver qué se habían perdido entre sueños. Finalmente, antes de terminar con la pausa, cada uno, por su cuenta, se quitaba los zapatos, extendía una pequeña alfombra y se arrodillaba para orar, orientándose hacia La Meca, durante unos cinco minutos.
A lo largo de aquellos 3 días de curso pude ver cómo mis amigos dedicaban las pausas para orar. Aprendí que los musulmanes practicantes (y en Egipto definitivamente lo eran) rezan 5 veces entre la salida y la puesta del sol. A propósito, por los días que estuve por El Cairo se generó una polémica sobre cuántas veces debía orar un austronauta de Malasia que daba 7 veces la vuelta a la tierra en 24 horas. La duda era que si, según el Corán, eso quería decir que tenía que pasársela orando, hasta 35 veces al día. Al final, los expertos en la ley coránica dictaminaron que rezara según la hora del lugar de donde despegó la nave.

Entendí también la dinámica diaria durante el Ramadán: a lo largo de la noche entre el iftar y el suhoor se visitaban amigos y familiares, donde se compartían pasteles muy dulces. Eran noches de poco descanso, donde el azúcar de estos pasteles servían de combustible para soportar el ayuno. El hecho es que casi no dormían, y entonces no podía tener muchas esperanzas en que fueran a estar con los cinco sentidos puestos en una charla, especialmente si no era muy divertida. Incluso muchas empresas dan la tarde libre a sus empleados durante el Ramadán porque la productividad decae y los riesgos de accidentes aumentan.
Una de esas tardes asistimos todos al iftar que había preparado el hotel. Era un buffet frente a la piscina, con una gran variedad de platos. No recuerdo el detalle, pero sí la magnificencia que me hacía preguntarme sobre el sentido del ayuno y del Ramadán. Era como cuando estamos en Semana Santa en Lima y disfrutamos de un buen cebiche y una jalea, y nos olvidamos a causa de qué estamos dejando de trabajar ese viernes.
Sobre la oración, en América Latina no es común ver que alguien detenga su trabajo para irse a rezar. Pero esta vida secular no fue siempre así. No han pasado muchos años de cuando algunas radios invitaban a la hora del Ángelus. Los procesos religiosos evolucionan de manera diferente debido a muchos factores. El mismo mundo musulmán ha experimentado un proceso heterogéneo, lo que pude confirmar meses después en Casablanca, más cerca de Europa, donde no vi a ningún marroquí detener sus labores para orar.
La vida nocturna del Cairo en Ramadán es fascinante. Waseem fue en eso un gran anfitrión: a pesar de que él vivía lejos del hotel, se dio tiempo para ir conmigo a tomar un café a las orillas del Nilo, sintiendo la brisa nocturna, rodeado de gente fumando una sisha o pipa de agua. En otra ocasión fuimos a Khan El-Khalili, una barrio ubicado en la zona antigua de la ciudad, que es un gran mercado de callejuelas estrechas, donde se consiguen especias, telas, perfumes, recuerdos, y donde te das cuenta que si crees que pedirle descuento a la verdulera del mercado del barrio es regatear, es que aún no sabes nada. También paramos en un café, el Fishawi, un local lleno de espejos, que se jacta de no haber dejado de atender nunca en sus dos siglos de existencia.
El Cairo ha sido el lugar más diferente de todo lo que he visto hasta ahora. Y es que mi contacto con el mundo musulmán no había pasado de las noticias o de esas palabras (como oj-alá) que tienen raíz árabe y que usamos sin reparar en su origen. También estuve en las pirámides, visité el Museo Egipcio y tomé el único metro de Africa, pero eso es parte de una experiencia diferente. El hecho de haber compartido días de trabajo durante el Ramadán, de haberlos visto vivir con tanta intensidad, y haberme visto involucrado en parte de esa dinámica es algo que difícilmente se repetirá. A Waseem, Mohamed, Ashraf, y todos los que trabajaron conmigo en aquel viaje (porque trabajamos, aunque no me detenga en esa parte de la historia), gracias, shokran.
 
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