2009/01/31

De cómo el Capitán Alatriste venció al Sudoku

Envidio a los viajeros que pueden sobrellevar un viaje desconectándose del mundo con un par de audífonos. Yo lo he intentado y debo confesar que poco a poco he llegado al convencimiento de que no soy un melómano. Me gusta escuchar música, es cierto, pero no tengo la pasión ni la disciplina que me estimule a coleccionar canciones de tal o cual autor o género. No sé si eso cambie con el aparato que mi hermano y su novia me regalaron en la última Navidad, pero mi historia hasta ahora ha tenido a la música algo de lado.

Tampoco he sido de los que lleva un libro y lo lee metódicamente desconectándose de turbulencias o pasajeros incómodos. Me gustaría, pero la verdad es que en los últimos años mi afición literaria se había desviado hacia revistas como Gatopardo y Etiqueta Negra. Eso no está mal, pero para vuelos de más de 3 horas resultan algo insuficientes. Y cuando no puedo seleccionar lo que deseo ver, las películas que se proyectan en los aviones son bastante mediocres.

El hecho es que me encontraba sin descubrir algo que hiciera más grato el vuelo, hasta que una tarde, volviendo de trabajar en Houston, camino al hotel, me detuve en una librería Borders. Mi intención era buscar algo interesante para mis hijos en las mesas de descuentos. Y así, entre biografías de Elvis y textos patrioteros (de esos que contribuyen a nutrir la leyenda de una América justa y justiciera) encontré un libro sobre gatos y otro sobre dinosaurios, que no sumaban entre los dos más de 6 dólares. Me parecieron perfectos: además del precio, estaban llenos de ilustraciones y ocupaban poco espacio. Al dirigirme hacia la caja me vino un remordimiento medio ridículo y me sentí corto de pagar esa cantidad con tarjeta de crédito ya que no portaba efectivo, así que volví a buscar algo que me hiciera llegar hasta los 10 dólares.

De pronto, mi vista posó en un libro con 200 sudokus. Era una edición del New York Post, en papel corriente. El autor era un tal Wayne Gould, clasificado como “Gran Maestro de Sudoku”, que a mi me sonaba como una especie de cinturón negro. En fin, tomé el libro, pagué y volví al hotel.

En mi viaje de vuelta a Lima comencé con el bendito libro. Al principio fue frustrante llenar todos los casilleros con opciones posibles, escribir alrededor del cuadro buscando alguna luz que me permitiera avanzar. Cada sudoku tenía 81 casilleros y normalmente se empezaba con 24 con sus números definitivos. En las 5 horas del vuelo pude hacer sólo 4.

Con el correr de los viajes el Sudoku me había ganado y las horas entre aeropuertos, aviones y hoteles se me iban en llenar esos casilleros mágicos, encontrando nuevas estrategias que iba refinando poco a poco. En los aviones no conversaba con nadie, comía rápidamente lo que me servían y me sumergía en este vicio. Dejé de comprar revistas, y sólo me dedicaba a resolver sudokus. De pronto, todo se agravó cuando estando en Bogotá me obsequiaron un Lamy que era a su vez bolígrafo y portaminas: perfecto para el Sudoku.

Mi primer contacto con los Lamy había sido en la época que tuve a Zurdomanía. Las puntas de las plumas fuente eran intercambiables, y tenían una versión para zurdos, con un ángulo que permitía escribir sin rasgar el papel, algo común cuando se escribe con una pluma convencional empleando la mano izquierda. Lamy es una marca que aún no estaba presente en el Perú, y mi fuente de suministro era Bogotá. Años después, de manera fortuita tenía nuevamente un Lamy en mis manos. El diseño era sobrio: esbelto, color acero, con un mecanismo que al girarse en un sentido mostraba la punta del bolígrafo y la mina con el giro opuesto. Era la herramienta perfecta.

Con mi nuevo Lamy me acostumbré a seleccionar un casillero que tuviera sólo dos opciones, escribiendo una de ellas con lápiz y comenzando a resolver asumiéndola como correcta. Muchas veces me encontraba ante una única solución imposible, lo que me indicaba que la opción escogida había sido la equivocada. Entonces borraba todo lo marcado con el lápiz y escribía la alternativa correcta, esta vez con tinta, y seguía resolviendo el acertijo, repitiendo este proceso cada vez que me encontraba sin poder avanzar. Así fui ganando rapidez y pude resolver sudokus en menos de 30 minutos, lo que era un récord personal.

Pero el Sudoku, que hasta ese momento había estado restringido para los viajes, apareció en mi mesa de noche, y de un momento a otro me encontré jugando con estos números antes de irme a dormir. Era inevitable que esta fuera una causa de conflicto: los viajes me tenían lejos de casa y ahora algo que era inherente a ellos ocupaba mi tiempo en el hogar. Se trataba de una invasión: había cruzado una frontera inaceptable.

Vinieron las discusiones, donde yo defendía mi derecho a la libertad con el argumento de que si estuviera leyendo una novela no habría ningún drama...pero NO estaba leyendo una novela. Sin darme cuenta, todo mi tiempo libre lo dedicaba a estos casilleros diabólicos a los que me había entregado como a un vicio.

Y un día, algo pasó. Fue en Buenos Aires, yo había regresado de una reunión de trabajo y me encontraba a las 8 de la noche por la calle Florida. Era setiembre, la primavera había comenzado a suavizar el clima y resultaba agradable estar afuera, caminando entre la gente, esquivando ofrecimientos de chaquetas de cuero, buscando algo que llevar de recuerdo a casa. Así llegué a la librería el Ateneo y se me ocurrió buscar algún libro de historietas para mi hijo, pensando en algo como El Eternauta o el Corto Maltés (inconscientemente lo que buscaba era algo para mi). Tuve la súbita impresión de que una buena historieta podía ser una entrada sugestiva hacia la literatura.

Comencé a buscar entre libros de Quino, Maitena y Fontanarrosa. En verdad, habían varios que estaba muy tentado de comprar, pero aún no encontraba uno que encajara en las expectativas que tenía, pensando en Francisco. Seguía hurgando entre ediciones de diverso tamaño y color, perdiendo poco a poco la esperanza de hallar algo con lo que me sintiera satisfecho, hasta que di con El Capitán Alatriste.

Era el libro de Arturo Pérez-Reverte en viñetas, con ilustraciones de Joan Mundet. Lo revisé rápidamente y tuve la certeza que no podía ser más perfecta la elección. Hasta ese momento yo no había leído un solo libro de Pérez-Reverte (como mencioné arriba hacía buen tiempo que me había alejado de la literatura), pero sabía que era un buen escritor, y éste se me antojó como una invitación perfecta, no sólo para mi hijo Francisco sino también para mi.

Lo leí en el avión y al llegar a Lima fue Francisco quien lo devoró. A los pocos días decidí comprar la versión original, que ahora es su libro de cabecera. De esto han pasado algunas semanas, y ya estoy leyendo Corsarios de Levante, que es el sexto libro de la saga. Huelga decir que desde entonces no he vuelto a resolver un sudoku, ahora tengo un libro tanto en mi mesa de noche como en mi maletín de viaje, y la armonía volvió a la casa.

Bastó una estocada del Capitán Alatriste. Y seguramente volveré a referirme a él.

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