2009/01/18

Breve Crónica de Belo Horizonte (o Cómo conocí al Padre Eustaquio)




La tumba de Eustaquio no es muy diferente a la de muchos: una lápida de mármol negro con una inscripción más bien descriptiva: “Aquí yacen los restos mortales del Rvdo. Padre Eustaquio SS. CC.”. Más abajo, a la izquierda, el perfil de un cáliz y dos fechas que nos recuerdan que nació el 3 de Noviembre de 1890 y que falleció el 30 de Agosto de 1943. Una cruz de bronce en el lado inferior derecho termina por adornar la piedra. Pero hay más: la cruz delimita en cuatro un mosaico fotográfico improvisado, donde se ven niños, parejas, familias. Algunas son fotos carné, otras parecen haber sido tomadas especialmente para ser colocadas en este lugar.
“Son personas que están pidiendo que Eustaquio interceda en sus curaciones”, me comenta una señora que amablemente me abrió la reja de la tumba y que se encarga de mantener el lugar en orden. “Otras son en agradecimiento por haberse sanado. Yo conozco a algunas. Ella, por ejemplo, tuvo cáncer y ya está curada. Ahora vive en los Estados Unidos”. La foto que me acerca es la de una muchacha de unos 30 años, con ropa de invierno, con aparentemente 5 meses de embarazo, delante de un frío paisaje que contrasta con el calor de Belo Horizonte en Mayo.
Estoy en la Iglesia del Padre Eustaquio, en la Rua Padre Eustaquio, en el Barrio Padre Eustaquio. Mi presencia en este lugar es el penúltimo de una serie de puntos de una línea que, como muchas, van trazándose sin que nos demos cuenta, pero que al final tienen una lógica pasmosa. Esta es la historia de cómo conocí, al menos mínimamente, a Eustaquio van Lieshout.

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Entre los varios lugares que por trabajo tuve que visitar durante el 2006, el Brasil fue un destino habitual. En particular, estuve colaborando en un proyecto en una mina de hierro a 45 minutos de Belo Horizonte, perteneciente al grupo Vale do Rio Doce. Era fines de abril y ya estaba programando un viaje para los días siguientes. Un sábado, estaba caminando por los pasillos del colegio de la Recoleta en Lima, luego de terminar una actividad deportiva con Miriam y los chicos, cuando me llamó la atención un afiche que sobre el fondo de la clásica silueta de Rio de Janeiro preguntaba “¿Sabes quién fue el Padre Eustaquio?”.
Mi primera sospecha fue que seguramente se trataba de algún sacerdote de la congregación de los Sagrados Corazones cuya vida desconocía, al igual que jamás supe del Padre Damián durante los 11 años que estudié en este colegio. Esta vocación de la Congregación por la discreción aún me resulta incomprensible (alguna lógica que desconozco debe tener) y justamente para no repetir la historia me acerqué al Padre José Serrand y le trasladé la pregunta: “¿Quién fue Eustaquio?”. José nos invitó a su oficina, nos convidó unos chocolates y nos describió a un holandés que ejerció gran parte de su sacerdocio en Brasil, que había tenido el don de la sanación, y que pronto sería beatificado en Belo Horizonte.
La frecuencia de mis viajes me ha llevado a aprovechar el tiempo más allá de lo laboral. La visita a una salmonera cerca de Puerto Montt dio forma a mi tesis de maestría y en Londres conocí la primera tienda para zurdos, que fue el germen de una iniciativa que dimos forma con unos amigos en Lima. En Buenos Aires tuve la fortuna de conocer, en un mismo día, a Tomás Eloy Martínez, Laura Esquivel y Jaime Bayly. No era extraño, pues, que al enterarme de que un sacerdote Sagrados Corazones era tan venerado en una ciudad por la que yo pasaría, me dijera a mi mismo que, si el tiempo me lo permitía, me daría una vuelta por la iglesia del Padre Eustaquio al terminar mi trabajo en la mina.
Sin embargo, para llegar a Belo Horizonte tenía que pasar por Sao Paulo, y no sabía lo que allí me esperaba.

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Son las siete de la noche del 15 de Mayo y mi taxi está estancado en la peor congestión en la historia de la ciudad de Sao Paulo. Es el Lunes Negro, y el pánico ha tomado por completo a la mayor urbe de Brasil. A mi derecha, una muchacha mira desesperadamente a su celular, como si le rezara. Ya es de noche, su auto no avanza, las líneas telefónicas han colapsado y no tiene cómo avisar que ella, a pesar de todo, está mejor que el centenar de muertos de ese día y que no se había cruzado con uno de los tantos buses quemados.
La semana se había vuelto inesperadamente turbia. La facción criminal Primer Comando de la Capital (PCC) se había amotinado en varias cárceles del estado de Sao Paulo, lo que estaba siendo dirigido desde prisión, por su líder, Marcos Camacho, conocido como Marcola. La policía trataba de controlar infructuosamente la violencia, el gobierno federal del presidente Lula ofrecía el apoyo del ejército, pero Claudio Lembo, gobernador del estado, se negaba a aceptarlo.
Yo había llegado esa mañana a Sao Paulo. El aeropuerto de Guarulhos y sus alrededores estaban tranquilos como siempre. Fue recién en el taxi que me llevó al hotel en la zona de Ibirapuera que escuché por primera vez lo que se estaba cocinando, pero el mismo conductor le dio poca importancia, quizás acostumbrado ya a la alta criminalidad de la ciudad. En el hotel tampoco me dieron ninguna recomendación en especial, así que al mediodía salí para una reunión de trabajo en Baruerí, a 30 minutos de distancia.
Fue en el momento del almuerzo que la gente comenzó a tomar conciencia de la envergadura del problema. Mientras almorzábamos cerca de la oficina, se veían imágenes de vehículos incendiados, y se comentaba de cárceles que habían tomado rehenes. Todos empezaban a entender que esto no era más de los mismo.
A las 4 de la tarde, como si la ciudad se hubiera puesto de acuerdo, todos decidieron volver a la seguridad de sus casas, y ahí empezó el caos. Las tiendas cerraron, los taxis eran insuficientes o simplemente se negaban a ir por zonas donde podían encontrarse con focos de violencia. En la oficina un amigo me sugirió que me quedara a dormir en un hotel que había cruzando la calle. Por un momento lo pensé, pero tenía todas mis cosas ya en otro hotel, y al día siguiente tenía un vuelo desde el aeropuerto de Congonhas, a sólo 10 minutos de Ibirapuera, a Ribeirão Preto, una ciudad del interior del estado, donde se desarrollaba una feria agrícola. Además, Mosart (sí, con s), un amigo con el que había estado trabajando, tenía que retornar a Rio de Janeiro esa misma noche y tenía esperanza de alcanzar el avión. Así que decidimos buscar un taxi juntos, de modo que me dejara primero en el hotel y que luego siguiera camino a Congonhas.
Luego de dos horas, cuando finalmente estábamos sentados en un auto, lo tuvimos que compartir con una muchacha que había llegado antes que nosotros. Ella había aceptado que subiéramos, con la condición de que la dejaran primero. No tuvimos más remedio que aceptar. El tiempo pasaba y la desesperanza se dibujaba en el rostro de Mosart que veía alejarse la posibilidad de llegar a tiempo al aeropuerto. Pasamos por unos barrios desordenados, donde la pobreza era evidente, muy parecidos a los que había visto por televisión con los buses en llamas. En el camino nos enteramos de que el aeropuerto de Congonhas había cerrado por una amenaza de bomba. Mosart no tuvo opción: tenía que pasar la noche en Sao Paulo.
Cuatro horas después de haber salido de la oficina de Baruerí, llegábamos finalmente al hotel, a salvo, habiendo sido testigos y copartícipes del caos y la desesperación de una ciudad entera. Y pensar que todo había empezado con un pedido por tener más televisores en las cárceles para ver el mundial de fútbol, que luego se había transformado en una serie de exigencias inaceptables y que había demostrado el nivel de organización de un grupo criminal que incluso tiene la capacidad de financiar los estudios universitarios de sus futuros abogados.
En el bar del hotel nos repusimos con varias rondas de Skol. Al día siguiente Mosart podría volver a Rio, y yo saldría rumbo a Ribeirão Preto.

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El martes los aeropuertos funcionaban normalmente y yo pude hacer la visita que tenía planificada al Agrishow que se desarrollaba en Ribeirão Preto. Esa misma noche, estaba de vuelta en un Sao Paulo que no hablaba de otra cosa que del motín de Marcola, pero que iba recuperando su ritmo. El miércoles, finalmente, tomaba un avión a Belo Horizonte.
Belo Horizonte es la orgullosa capital del estado de Minas Gerais. El natural de esta región, el mineiro, suele decir que mientras el carioca (el habitante de Rio de Janeiro) se dedica a divertirse y el paulista a jugar a ser el ejecutivo, es él el que realmente trabaja. No hay duda de que esa visión de las cosas encierra muchas distorsiones, pero es innegable que la personalidad de Belo Horizonte es diferente.
El plan original era aterrizar e inmediatamente ir hacia la mina. Sin embargo, el cliente pidió que postergáramos la visita hasta el día siguiente. Esto me dio la oportunidad para dedicar parte de la tarde en visitar a Eustaquio.
Salí a la calle y tomé el primer taxi que apareció. Tímidamente pregunté al conductor si conocía al Padre Eustaquio. “Por supuesto” fue su respuesta. Quince minutos después llegaba a un barrio sencillo de calles estrechas, cuyo epicentro era una iglesia de techos inclinados y una torre a su izquierda que me recordaba a las que uno ve en los aeropuertos. Había llegado finalmente a la Parroquia de los Sagrados Corazones, más conocida como la Iglesia del Padre Eustaquio.
Ingresé al templo y a la mano derecha pude ver finalmente la tumba de Eustaquio, protegida por una reja, rodeada de flores. A esa hora de la tarde un par de señoras oraban frente a la lápida, mientras que al fondo, cerca al altar, cuatro señoras rezaban de rodillas.
Me acerqué a un muchacho que parecía estar vigilando que todo estuviera en orden. Le pregunté si había forma de conversar con alguno de los sacerdotes. Me respondió que no, que ellos sólo estaban disponibles por la mañana. Luego, saqué mi cámara y tomé algunas fotografías del lugar. De pronto, vi cerca de la puerta un pequeño ambiente acondicionado como tienda. Una señora de unos 50 años atendía, y cómo era de esperarse, muchos de los artículos expuestos estaban referidos a Eustaquio. Escogí algunas estampas, un libro con la biografía de Eustaquio, un par de imágenes, y cuando estaba pagando le comenté que mis hijos estudiaban en un colegio de la Congregación en Lima, del que yo mismo era ex-alumno y que no quería dejar pasar la oportunidad de conversar con algún sacerdote.
No sé si fue que se lo pedí luego de pagar, pero el hecho es que la señora tomó la iniciativa de hacer una llamada por el celular. “Padre, aquí hay un señor que ha venido de la Congregación desde Perú, y que quisiera hablar con Usted”. No era la verdad estricta, pero me pareció innecesario corregirla en ese momento. “El Padre Vicentón viene para acá”, me dijo, luego de cortar.
Mientras esperaba, me aproximé nuevamente a la tumba. Ahí fue que otra señora se me acercó y me explicó el sentido de las fotografías. Dos cosas en particular llamaron mi atención: la fotografía de una niña sonriente, con el torso desnudo, que tenía un corte que le atravesaba el plexo de extremo a extremo. Quiero pensar que esa imagen estaba allí agradeciendo una operación exitosa. Por otro lado, una decena de figuras de cera adornaban el borde de la lápida. Estas representaban cabezas, manos y pies; algunas eran blancas, otras amarillas. “La gente las deja aquí pidiendo o agradeciendo una curación en alguna parte específica del cuerpo”, fue lo que me dijo la mujer. De pronto, escuché una voz que me decía con fuerte acento español: “Así que tú vienes de Perú”.
Vicente Hernández Castelló, más conocido como el Padre Vicentón, debe medir cerca de un metro ochenta. Colorado, de cabellos canos, irradia la vitalidad de quien está metido en una actividad que lo apasiona. Le comento, por las dudas, que no soy sacerdote, le explico las circunstancias de mi visita a Belo Horizonte, y que dado que ya estaba ahí no quería dejar pasar la oportunidad de conocer la tumba de Eustaquio y, de ser posible, llevar de regreso a Lima algo que pudiera compartir con el Colegio.
“Mira, lamentablemente me agarras en un momento en el que estoy muy ocupado con esto de la beatificación, pero, a ver, conversemos un rato”. En ese momento me imaginé que quince minutos después estaría otra vez en un taxi regresando al hotel, pero la bonhomía española del Padre Vicentón pudo más, y a pesar de lo ocupado que estaba, esta visita se extendió por casi tres horas.

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Eustaquio llega al Brasil en 1925, específicamente al llamado Triángulo Minero, a una localidad llamada entonces Agua Sucia, donde la principal actividad era la búsqueda de pepitas de oro.
Ya en esa época Eustaquio estaba interesado no sólo en la salud espiritual sino en la física. José Vicente de Andrade, su principal biógrafo, refiere la vez que fue buscado para proporcionar los Santos Oleos a un hombre que había sido mordido por una serpiente, pero que al llegar a donde éste yacía, en lugar de usar agua bendita, extrajo un bisturí de su maletín, aplicó un corte en la pierna ya negra donde el enfermo había sido picado, y comenzó a succionar la sangre con el veneno. Media hora más tarde, el hombre se recuperaba y conversaba con un extenuado Eustaquio. Este tipo de intervenciones hicieron que la población de Agua Sucia hiciera todo lo posible por impedir la salida de Eustaquio cuando éste recibió en 1935 la orden de dirigirse a las afueras de Sao Paulo para hacerse cargo de la Parroquia de Nuestra Señora de Lourdes en Poá.
Es en Poá donde comienza a manifestarse con fuerza el don de la curación que tenía el Padre Eustaquio, especialmente desde 1937, lo que hacía que el lugar se volviera un punto de peregrinación, algo estimulado incluso por la prensa. Esto llevó a que sus superiores decidieran su reubicación, pues esta devoción se hacía insostenible.
En 1941 Eustaquio llega a Rio de Janeiro. En esta ciudad visita al Cardenal Sebastián Leme, quien, estando enterado de la fama que precedía al Padre Eustaquio, y de los recelos que comenzaba a crear debido al gran número de fieles que lo buscaba, recomendó que Eustaquio continuara con su ministerio, bendiciendo a los fieles que lo buscasen, pero que cuando los diarios comenzaran a publicar reportajes y el pueblo a descender de las colinas, él debería dejar el lugar inmediatamente.
El 3 de Abril de 1942 Eustaquio se traslada a Belo Horizonte para hacerse cargo de una parroquia. Viendo Eustaquio que la capilla a su cargo se encontraba alejadas del núcleo urbano más cercano, se acerca a la Prefectura Municipal de Belo Horizonte para proponer la donación de un terreno para la construcción de la futura Parroquia de los Sagrados Corazones. Quien lo recibe es Juscelino Kubitschek, entonces prefecto municipal, y quien sería más tarde presidente del país, fundador de Brasilia, y uno de los hombres más gravitantes en la configuración del Brasil moderno. Kubitschek era amigo personal de Eustaquio, y consideraba que su familia misma había recibido de él una gracia con el nacimiento de su hija Marcia, pues su esposa había intentado quedar encinta infructuosamente por mucho tiempo.
Kubitschek coordina la donación de un terreno que servía como sede del club de fútbol Tremedal. El 16 de Mayo de 1943 se coloca la primera piedra de la nueva parroquia.
Sin embargo, Eustaquio no vería culminada esta obra. Del 18 al 21 de Agosto participa de un retiro y regresa el 22 a su parroquia, mostrándose abatido y con fiebre. Cuando los médicos lo examinan diagnostican tifus exantemático, una enfermedad incurable en esa época, y que era transmitida por la garrapata.
Toda la ciudad siguió paso a paso los informes de la evolución de la agonía del Padre Eustaquio, quien se resistía a morir sin antes ver por última vez al Padre Gil van den Boorgart, con quien había llegado al Brasil por primera vez 18 años atrás. Finalmente, al verlo, dijo “Padre Gil...Gracias a Dios” y murió. Era el 30 de Agosto de 1943.
La curación que finalmente fue el milagro que catalizó el reconocimiento del Padre Eustaquio por parte del Vaticano se dio en la persona del Padre Gonzalo Belén Rocha, que en 1962 era párroco en el barrio Floresta, en Belo Horizonte. En esa época, a los 39 años de edad, se le diagnosticó un tumor cancerígeno en la laringe. Un día se despidió de dos sacerdotes compañeros suyos, ya que a la semana siguiente lo operarían y luego de eso no podría oficiar misas. Estos sacerdotes comenzaron a rezar por la intercesión del Padre Eustaquio en la curación del Padre Rocha. A la semana siguiente, cuando el Padre Rocha fue a que le hicieran los controles previos a la operación, los médicos se dieron con la sorpresa de que el tumor había desaparecido.

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A pesar de que estábamos a menos de un mes de la beatificación y que tenía la agenda sobrecargada, el Padre Vicentón seguía hablándome sobre Eustaquio. Me invitó al comedor de la parroquia, y nos tomamos un café con bizcochos, una comensalidad que sentí muy al estilo Sagrados Corazones. Luego, llamó a dos seminaristas, un chileno y un colombiano, y continuamos con una tertulia donde hablamos de la experiencia Sagrados Corazones que tenía cada uno de nosotros, sobre la presencia de la Congregación en América Latina y, por supuesto, sobre Eustaquio. De pronto, Vicentón desapareció para regresar luego con una serie de obsequios alusivos a Eustaquio: más libros y afiches, estampas, llaveros y hasta pañuelos. “Para que los compartas en Lima”, me dijo.
Vicentón describió algunos aspectos de la ceremonia de beatificación que se llevaría a cabo el 15 de Julio del 2006, y que tendría el sello superlativo de un país como Brasil: Se desarrollaría en el Estadio Mineirao, donde el Atlético Mineiro, el equipo de fútbol más popular de la ciudad, juega de local. Este recinto tiene capacidad para 100,000 espectadores y muestra la envergadura de la devoción que en esta ciudad se tiene hacia quien es considerado como el primer santo mineiro (se habla incluso de la “Torcida de Dios”). Al mismo tiempo, se esperaba una nutrida presencia de holandeses, que veían en la vida del Padre Eustaquio como un ejemplo a seguir en una Europa tan secularizada.
Ya era de noche y debía volver al hotel. La despedida fue fraterna, entre gente que tiene algo en común. Porque la vinculación con los Sagrados Corazones es algo indeleble, que trasciende el tiempo. Y esta tarde había sido inesperadamente inusual, intensa.
Al salir, la Rua Padre Eustaquio bullía de actividad. Caminé un par de cuadras y pasé frente a la Peluquería Padre Eustaquio y la Panadería Padre Eustaquio. Definitivamente este “Misionero de la Salud y la Paz, para los enfermos y pecadores”, había calado hondamente en Belo Horizonte, y yo había tenido el privilegio de conocer la historia desde un ángulo personal.



Lima, Diciembre de 2006

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