2009/01/18

Diez Horas en París

Este texto lo redacté para participar de un concurso de cuentos auspiciado por LAN. El tema tenía que estar vinculado a un viaje. Obviamente no gané...


Llegué a Hamburgo un sábado por la tarde. El cambio de hora y el frío desaniman a salir. Mis reuniones empezaban el lunes, y tenía el domingo libre. Ya había caminado por esta ciudad, desde el provocativo barrio de Saint Pauli hasta las ruinas de la Iglesia de San Nicolás. Mis viajes son de trabajo y aquel año parecía ser el último en el que tendría que venir a Europa (ya saben, esto de que lo único constante en las empresas es el cambio...), así que decidí hacerme una concesión: en lugar de volver a caminar por Hamburgo, ese domingo iría a París.
En mi casa me miraron con desprecio, como a un niño rico que estaba decidiendo qué hacer en su fin de semana. Pero en ese momento para mi tenía todo el sentido del mundo conocer París, aunque sólo fuera por un día. Primero, iba a tener el privilegio de estar en Europa, quizás por última vez; segundo, había estudiado en un colegio donde me enseñaron el francés durante once años y jamás lo había practicado; y tercero, tenía algunas millas como viajero frecuente, por lo que ese caprichoso viaje me costaría casi nada.
Encontré un itinerario interesante: llegaba a las 8 de la mañana y retornaba a Hamburgo a las 6 de la tarde. Sabía que diez horas no eran suficientes para conocer bien una ciudad, pero algo me empujaba a hacer esta locura.
Y eso hice. Dejé mis maletas en un hotel en Hamburgo y me embarqué en mi pequeña aventura, solo y con una mochila vacía. Más que entusiasmo por conocer París, lo que tenía era curiosidad. Gracias a mi trabajo había tenido el privilegio de conocer muchos lugares, de impresionarme muchas veces (la visión súbita de Machu Picchu, la emoción del teatro en Broadway, el vuelo de dos tucanes en mi camino a un campamento petrolero en la selva del Perú, lo infinito de las luces de Ciudad de México al aterrizar por la noche...) y pensaba soberbiamente que seguramente París sería una ciudad interesante, sólo interesante.
Tomé un bus desde el aeropuerto y cuando llegué a la Plaza de la Estrella, me di cuenta de que a pesar de los años estudiando con profesores franceses nunca me había detenido a pensar en la razón del Arco del Triunfo, mostrando la síntesis del momento más glorioso de la historia militar de Francia.
Mi visita empezaba bien. El clima era frío pero aceptable. Proseguí mi camino por la avenida de los Campos Elíseos, deteniéndome al ver algún lugar particularmente interesante. De pronto, a mi derecha, apareció el Atelier Renault.
Pongamos en contexto. Era el año en que Alonso fue campeón de la Fórmula 1 con Renault. Los domingos mi hijo Francisco me despertaba cuando habían carreras, y las veíamos completas. Desde pequeño había aprendido a identificar las escuderías, y ver estas carreras era uno de nuestros pasatiempos exclusivos. Desde este lugar le envié una postal, con una imagen del auto de Alonso, prometiéndole que algún día volvería con él.
Luego pasé por la Plaza de la Concordia, los Jardines de las Tullerías, y llegué al Museo del Louvre, sorprendido por la arquitectura que me rodeaba. Ya habían transcurrido tres horas y calculaba que no podía quedarme más de dos, para tener tiempo de ir a Notre Dame y subir a la Torre Eiffel. Pero el Louvre no es para dos horas, ni para dos días. Era una mezquindad impuesta por las circunstancias.
Ubiqué mis íconos personales en un plano y fui tras ellos, apurado como si fueran a demoler el lugar. Empecé por la Gioconda y no resistí la tentación de llamar a mi casa desde el celular, sólo para decirle a mi esposa que estaba frente a la Monalisa. No reparé en que eran las 6 de la mañana en Lima, que le acababa de cortar el sueño y que no era muy prudente llamarla para hablarle de otra mujer.
Seguí tras mi, digamos, antología personal, hasta llegar, tres horas después, a mi última parada: la Venus de Milo. Ahí tuve dos inquietudes. La primera, compartida por muchos, se refiere a la posición de los brazos. La segunda, más personal, menos artística: ¿cómo se veía desde atrás? ¿Cómo eran el trasero de la Venus de Milo, a quien hasta ese momento sólo conocía de frente? No pude dejar de plasmar esa curiosidad en una fotografía que aún conservo, pero que me han vetado a exponer en casa.
Salí del Louvre y el tiempo se me escapaba. Me dirigí hacia Notre Dame cruzando el Sena sobre el Puente de las Artes. Quería conocer esta iglesia desde dentro, quitarme la imagen de los dibujos animados, del Cuasimodo para niños. Y no encontré mejor forma que llevándome un programa de la misa de ese día, impreso en cuatro idiomas. Me resisto a ser un turista en una iglesia, me gusta sentir que de alguna manera pertenezco a este lugar, y ese programa me ayudó a salir con esa impresión.
Para ir a la Torre Eiffel, tomé el legendario Metro, tema clásico de las clases de francés. Al llegar a la torre, me di cuenta que la cantidad de turistas hacía imposible subir y volver a tiempo al aeropuerto. No me quedó más que resignarme a tomar y tomarme algunas fotos (con el recelo latino de que alguien me ayude y luego huya con mi cámara), y prometerme que algún día volvería. Pero ahí estaba, mirando finalmente el emblema de París desde un ángulo personal.
Tenía que dejar París. Pero la intensidad del día, el haber puesto etiquetas mías a lugares que había visto tantas veces sólo en figuras habían cambiado para siempre mi visión de esta ciudad. Era también el que esta no es una ciudad como las otras, por su armonía arquitectónica y por la riqueza cultural que conserva en sus museos. Regresaba a Hamburgo con los pies hinchados, agotado, pero satisfecho de esta pequeña aventura.

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